Recordando a James Caan (Que la tierra le sea leve)
Archivado en: Inéditos cine, Que la tierra le sea leve, James Caan
La memoria tiene complejos mecanismos que, sin embargo, se expresan con asombrosa sencillez. No son otra cosa que los recuerdos y, entre los míos de los años 70, últimamente -sin duda obedeciendo a algo de suma envergadura que ni siquiera atisbo- me vienen a la cabeza las secuencias de las cintas que más me marcaron en aquella década, la de mi adolescencia y las sesiones previas al culto cinéfilo, las últimas a las que asistí como espectador entusiasta. Sam Peckinpah era uno de mis cineastas favoritos de entonces y en uno de sus filmes menores, Los aristócratas del crimen (1975), descubrí una secuencia mayor, magistral. Desde entonces me ha parecido una de las más grandes expresiones del coraje y la templanza ante la muerte y el dolor que me hayan sido dadas en mi itinerario como soñador del cine.
Tomo este último término del subtítulo con el que Nöel Bruch -uno de los teóricos que más me han interesado- reunió en un volumen legendario -Itinerarios- algunos de los textos publicados entre 1975 y 1985 con un denominador común: el poder de la imagen cinematográfica. Yo me hice con él en el 86 en la librería que había en los sótanos de los Alphaville. Al consultarlo ahora, verifico el curso de los casi cuarenta años que han pasado desde entonces en la etiqueta de aquel establecimiento, que aún luce el libro en su primera página. La llevaba un cinéfilo que recuerdo y tengo en la más alta estima, Pepe Flor. Creo haber hablado de él ya en alguna otra ocasión.
Mi Itinerarios es una edición de Santos Zunzunegui dada a la estampa ese mismo año 85 por el Certamen de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao, junto a la Caja de Ahorros Vizcaína. Pero a lo que iba -nunca puedo evitar la digresión- es a esa secuencia de Los aristócratas del crimen que tengo como la máxima representación del coraje. Es aquella en que Mike Logan (James Caan), tras ser disparado en el codo y la rodilla por George Hansen (Robert Duvall), entra en el quirófano donde le van a extraer las balas entonando la misma canción que él y Hansen -eran amigos antes de la traición de Hansen- cantaron en su última juerga. La pieza no es otra que Ramona, un éxito de los años 20 de L. Wolfe Gilbert y Mabel Wayne, que cobró notoriedad en los albores del sonoro en la voz de Dolores del Río, quien -paradójicamente- había interpretado la última versión silente de la novela homónima de Helen Hunt Jackson, dirigida por Edwin Carewe en 1928.
Dicen que los balazos en las rodillas son de los más dolorosos. Eso de ir al quirófano entonando la misma canción que cantabas en la última juerga, junto a tu mejor amigo, antes de que se convirtiera en el peor traidor -y, aun así, demostrando cierto afecto por ti porque le habían pagado por matarte- me parece uno de los grandes hallazgos de mi siempre dilecto Peckinpah. Ya digo, uno de los mayores retratos de la templanza y el coraje debido a todo un renovador de la épica del loser, amén del poeta del western crepuscular.
Seguro que significa algo, dentro de esos complicados mecanismos de la memoria, que recientemente, apenas uno o dos días antes de esa noticia del óbito de James Caan que nos ha llegado hoy, yo le evocase en su creación de Mike Logan, entonando Ramona en ese momento de Los aristócratas del crimen. Nunca sabré por qué. Lo que sí que tengo claro es que, aunque esa de Logan sea la primera memoria que guardo de James Caan, no fue esa la primera vez que vi al ya finado.
Le descubrí, siendo aún un niño, en el cine Rialto de Madrid, donde asistí a mi primera proyección de El dorado (Howard Hawks, 1967). Pero fue después, ya en los visionados del gran western de Hawks siendo cinéfilo, cuando caí en la cuenta de que el Mississippi que había nacido en una barcaza del río en cuestión y recitaba al Poe de Eldorado, uno de los poemas narrativos de la "deidad y referencia de toda ficción diabólica" (Lovecraft), era el James Caan que ya tenía el debido asiento en ese departamento de mi memoria donde guardo los ejemplos de coraje en la pantalla, que -no hará falta que me detenga en ello- es infinitamente más grande que en la realidad. En la vida real, ser un traidor y un cobarde es lo más normal.
En el arranque de su filmografía, tras los primeros trabajos en la antena, casi preceptivos para los actores de su generación, Caan ya colaboró con Peckinpah. Gloriosos camaradas (1965), otro de los westerns que perfilaron el prototipo del actor, fue empezado por el viejo Sam. Si bien, por alguno de los innumerables problemas que suponía trabajar con él, fue expulsado del rodaje y acabó firmándolo Arnold Laven.
Con Hawks, con anterioridad a El dorado, Caan había colaborado en ¡Peligro... Línea 7000! Y, siendo el caso, que el común de los aficionados está recordando al finado por su creación de Sonny Corleone en la segunda parte de El padrino (1974), hay que decir que incluso con Coppola hay una colaboración anterior. Se trata del Kilgannon de Llueve sobre mi corazón (1969), uno de los títulos más interesantes del primer Coppola. En sus secuencias, James Caan incorporaba a un antiguo campeón del fútbol americano, en cuya práctica se ha quedado alelado, lo que le ha valido una modesta indemnización de la universidad para la que jugaba. Sin ningún futuro académico y con el entendimiento seriamente tocado, Kilgannon se echa a la carretera sin saber muy bien por qué. Al igual que ha hecho Natalie (Shirley Knight), la esposa que está abandonando el domicilio conyugal embarazada. Los dos acabarán siendo buenos camaradas -nada más- en esta sobresaliente road movie del primer Coppola.
El último Coppola, el de la inexorable decadencia, arranca en Jardines de piedra (1987). Puede que, en sus secuencias, James Caan recrease al último de sus tipos duros. Su personaje estuvo en la línea de los incorporados en el Hollywood clásico por Victor McLaglen y Ward Bond.
Yo, que hasta cierto punto soy tan de los años 70, prefiero recordar al finado como el Jonathan de Rollerball (1975), la esplendida distopía de Norman Jewison, antes que como el Paul Sheldon de Misery (1990), la celebrada, por tantas audiencias, adaptación de Stephen King debida a Bob Reiner.
Desde los años 90 hasta la fecha, en la filmografía del finado todo se me antoja menor. Es esa decadencia tan frecuente entre los grandes del Hollywood de los 70 que les lleva de la aparición estelar en cintas comerciales a los trabajos en televisión. Me quedo con el Logan de Los aristócratas del crimen. De verme en semejante trance, me gustaría tener su coraje y entonar una canción. Quien sabe si James Caan no enfrentó a la Parca como su Logan el quirófano. Que la tierra le sea leve. Ya quedan muy pocos tipos como él.
Publicado el 9 de julio de 2022 a las 02:15.